viernes, 19 de octubre de 2012

ANTONIN ARTAUD


    Artaud y el ritual tarahumara del peyote
     Julio Glockner
                 Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
             Universidad Autónoma de Puebla

A la memoria de Carlos Montemayor.

La insurrección campesina que produjo la revolución mexicana despertó el interés por el país en algunos artistas, escritores y poetas que lo visitaron en las décadas posteriores a su pacificación. Particularmente atractivos resultaron los años treinta, después de la rebelión cristera y en pleno auge del cardenismo. Ya no se trataba, como ocurrió con John Reed, de un interés directo en el movimiento armado, sino de lo que ocurría en una nación que surgía a los ojos de la modernidad occidental con lo que parecía una propuesta inédita, sustentada, según pensaban algunos, en tradiciones milenarias.  Esta expectación atrajo, entre otros, a Graham Green, D.H. Lawrence, André Bretón, Jaques Soustelle, Jack Kerouac, Malcolm Lowry, Gustav Regler,Aldous Huxley y Antonin Artaud.

Artaud llegó a México en 1936, casi diez años después de su ruptura con el movimiento surrealista que, encabezado por André Breton, había optado por afiliarse al Partido Comunista Francés. Aquellos surrealistas, en un acto de memorable ridiculez por su inútil agresividad, expulsaron a Artaud de sus filas diciendo que habían “vomitado a un canalla” que sólo atendía a sus intereses personales y que “no quería ver en la Revolución más que una metamorfosis de las condiciones interiores del alma, lo que es propio de los débiles mentales, los impotentes y los cobardes”.

Artaud respondió a quienes se habían erigido en comisarios de la conciencia diciendo que: “…lo que les pareció condenable y blasfematorio, por encima de todo, fue que yo no quisiera remitir más que a mí mismo el cuidado de determinar mis propios límites, que exigiera ser dejado libre y dueño de mi propia acción… Para mí, el punto de vista de la Revolución integral reside en que cada hombre no quiera considerar nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo… Las fuerzas revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de desequilibrar el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la realidad”.

En seguida precisa lo que entiende por surrealismo y es ahí, me parece, donde residen las razones que explican su viaje a México y a la Sierra Tarahumara: “El surrealismo nunca fue para mí más que una nueva especie de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por objetivo hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto íntegro cambia de ropaje, de corteza, ya no se aplica más a los mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible, rechazan la realidad.

El mundo ya no se sostiene. Es entonces cuando uno puede comenzar a acribillar los fantasmas, a detener los falsos semblantes… para mí el surrealismo fue siempre una insidiosa extensión de lo invisible, el inconsciente al alcance de la mano. Los tesoros del inconsciente invisible hechos palpables, conduciendo la lengua directamente, de un solo chorro. .. Que la espesa muralla de lo oculto se derrumbe de una vez por todas sobre todos estos charlatanes impotentes que consumen su vida en desaprobaciones y vanas amenazas ¡Sobre estos revolucionarios que no revolucionan nada! El surrealismo ha muerto por el sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda de él es una especie de montón híbrido al que los mismos surrealistas son incapaces de poner un nombre”.

A pesar de la dureza de sus palabras, Artaud precisa los términos del conflicto  diciendo:

“No hablo de sus escritos, que son resplandecientes, aunque vanos desde el punto de vista en que se sitúan".

"Hablo de su actitud central, del ejemplo de toda su vida. No tengo un odio ndividual. Los rechazo y los condeno en bloque, dando a cada uno de ellos toda a estima y aun toda la admiración que merecen por sus obras o por su espíritu. En odo caso, y desde este punto de vista, no cometeré como ellos el infantilismo del calor de esa polémica se reafirmaba una voluntad por mirar y vivir el mundo de otra manera, voluntad que encontraría plena satisfacción cuando una década después Artaud escribía que los días pasados en la Sierra Tarahumara habían sido los más felices de su vida.

Artaud desembarca en Veracruz en febrero de 1936 y al correr los meses de su estancia en la ciudad de México irá descubriendo gradualmente que la mentalidad y las políticas públicas predominantes en el país poco tienen que ver con un aprecio y valoración de las tradiciones indígenas, al contrario, se trata de desindianizar un mundo multiétnico como condición indispensable para encauzar a la nación por el camino del progreso tecnológico que tanto se admira en los países industrializados. Después de dar algunas conferencias y publicar una serie de artículos en el periódico El Nacional decide viajar a la Sierra Tarahumara, pero no lo hace con el interés de un etnólogo que se propone analizar una cultura para establecer las características que la diferencian de otras; él llega sabiendo, es decir, habiendo decidido por lecturas y largas reflexiones previas, que la cultura tarahumara es superior a la europea en aspectos que le parecen fundamentales.

Esos aspectos tienen que ver con el modo como Artaud entiende la metafísica y con su concepción del teatro.

Digamos que Artaud se rebela contra el distanciamiento entre el espíritu y el cuerpo que caracteriza a  la tradición judeocristiana y en la que ha sostenido su concepción del mundo y sus valores la moderna cultura occidental. Esta oposición entre espíritu y materia, entre mente  y cuerpo, se manifiesta a lo largo del pensamiento religioso y filosófico de Occidente hasta desembocar en la moderna metafísica de la razón, sustentada en la representación abstracta de sistemas conceptuales del mundo. Para Antonin Artaud, en cambio, la metafísica es “física primordial”, algo concreto, experimentable y visible que cobra presencia a través de medios de expresión materiales consagrados a la transfiguración de lo ordinario en algo extraordinario.

darles vuelta la cara y de negarles todo talento desde el momento en que dejaron de ser mis amigos. Pero felizmente no se trata de esto”.

Probablemente de su conocimiento de Lao Tse y el pensamiento oriental provenga la idea de que la metafísica no es, como quiere la tradición occidental, una especulación racional desvinculada de lo físico, de la materia y sus avatares. Para Artaud no hay más metafísica que la que se transparenta en lo visible, aquella que se concibe como unión, como unidad indisoluble de los opuestos, de lo abstracto y lo concreto, y no como separación que coloque al pensamiento por encima o más allá de la materia. 

Artaud se propone propiciar, mediante un nuevo teatro, el reencuentro entre el cuerpo y el espíritu, entre la carne viva, palpitante, y la razón. Para ello es necesario restaurar el diálogo con las fuerzas primigenias que residen en los ritos ancestrales que dieron origen al teatro.  En lugar del libreto que genera un teatro exclusivamente verbal, Artaud busca poner en escena la “metafísica de los ademanes” que da cauce a la expresión corporal que ha visto en el teatro balinés. Más que al discurso enfáticamente verbal del teatro moderno, se propone recurrir al mito como fuente de energía cósmica revelada en los ritos arcaicos, por esa razón va al encuentro del pueblo rarámuri que hace un uso terapéutico y sacramental del hícuri.

A mediados de agosto de 1936 decide viajar a la Sierra Tarahumara en busca de lo que llamaba la planta-principio, que posee –dice- la extraña virtud alquímica de transmutar la realidad, de hacernos caer verticalmente hasta el punto en que todo se abandona para tener la certeza de que se vuelve a empezar.

En Norogáchic, ya en el corazón de la sierra, se encuentra con que el director de a escuela, un digno representante del embate contra las tradiciones indígenas, ha rohibido a los rarámuris la celebración de rituales religiosos. Para fortuna de Artaud este hombre está más interesado en acostarse con la maestra de la escuela que en hacer valer sus propios mandatos, de modo que logra convencerlo de la conveniencia de celebrar un ritual, lo que le vale la simpatía de los sacerdotes del tutuguri, un rito esotérico que en rarámuri significa “canto del búho”. 
                                                          
Un domingo de septiembre, dice Artaud: “un anciano jefe indio vino a abrirme la conciencia con una cuchillada entre el corazón y el brazo”. El viejo oficiante le dijo que no tuviera miedo, que confiara en él porque no le haría ningún daño, en seguida retrocedió unos pasos y después de trazar en el aire un círculo con su espada se lanzó sobre Artaud, pero la punta del arma apenas tocó su piel, provocando la salida de una pequeña gota de sangre. Podría interpretarse este gesto ritual como un acto de purificación sobre un hombre que debía ser preparado física y anímicamente para asistir a un ritual sagrado: “No sentí  ningún dolor –escribió Artaud- pero sí tuve la impresión de despertar a algo con respecto a lo cual hasta entonces era yo un mal nacido y hacia lo que había sido orientado por el lado equívoco, y me sentí colmado por una luz que nunca había poseído”.

Es probable que la “espada” a la que se refiere Artaud sea el cuchillo ceremonial que menciona Wendell C. Bennett, quien estuvo pocos años antes entre los tarahumaras. Bennett dice que los “hechiceros” utilizan un cuchillo para “cortar el aire” trazando cruces, marcas en los puntos cardinales o signos alrededor de la persona como parte de una cura, con la finalidad de ahuyentar los malos espíritus. Ese cuchillo permanece durante los rituales en la mesa que sirve como altar, o cerca de las cruces que ocupan un lugar de primera importancia en el patio ceremonial. (Bennett, 1986: p.446) 

Dos días después comía hícuri con los sacerdotes del tutuguri, cuyo ritual, según explica Luis Mario Schneider, se realiza solamente por lamadrugada y consiste en un baile deprecatorio para solicitar algún favor al sol.(Schneider, 1984: p.82)

En esta danza se utiliza un instrumento musical llamado “raspador” que el chamán aplicó sobre la cabeza de Artaud durante la ceremonia. Más adelante me referiré a su contenido simbólico. 

Artaud expresa el sentido de su experiencia recordando las palabras de quien llama “jefe indio”: “Te unes a la entidad sin Dios que te asimila y te engendra como si te crearas tú mismo, y como tú mismo en la Nada y contra Él, a todas horas, te creas”. Estas fueron las palabras del jefe indio y no hago más que citarlas -dice Artaud- pero no tal como me las dijo, sino tal como yo las he reconstruido bajo las iluminaciones fantásticas del hícuri.                                                           
.
Estas palabras revelan el propósito primordial del poeta: “que la naturaleza y el cuerpo recobren el estatuto que tenían cuando Dios estaba ausente, es decir, antes de „la Creación”.

No debe pensarse que Artaud se sentía iniciado en esoterismo alguno, su experiencia de lo sagrado no está asociada con la idea de la trascendencia del espíritu sino con la inmanencia de ser en el mundo. En una carta escrita en 1947 a André Bretón, ya reconciliado con él, le explica porqué rechaza participar en una exposición surrealista. Además de considerar que el surrealismo no debe incorporarse a la industria cultural  ni propiciar la mercantilización del arte, le interesa dejarle claro a Bretón que pone en duda “los secretitos esotéricos” y las “prácticas iniciáticas” con las que se entretienen él y sus seguidores: “No creo en la ciencia oculta –le dice- no veo que haya en el mundo alguna cosa a la cual se pueda ser iniciado… no creo que exista un mundo oculto o algo escondido del mundo… Yo creo que todo, y más que nada lo esencial, siempre estuvo al descubierto y en la superficie y que se ha ido a pique.”

Para Artaud –dice certeramente Jorge Juanescuestionar la racionalidad, la transparencia impoluta del concepto, no significa remontarnos a hermetismos consagrados a dilucidar la nada arcana, sino descubrir el misterio residente en lo concreto-terrenal.

En su idea teatral de la crueldad se puede entrever la concepción que Artaud tiene de una sacralidad sin dios.  “Esta crueldad -dice- no es cosa de sadismo, ni de sangre, o al menos no lo es de forma exclusiva… Crueldad significa aplicación, rigor y decisión implacable, determinación irreversible, absoluta…

La crueldad es ante todo lúcida, es una especie de dirección rígida, es la sumisión a la necesidad”. La noción de crueldad en Artaud nos remite a las fuerzas opuestas y complementarias que se enfrentan en toda creación: “En el mundo manifestado, y hablando metafísicamente –dice- el mal es la ley permanente, y lo que es bien representa ya un esfuerzo y una crueldad sobrepuesta a la otra… El bien está siempre en la cara externa, pero la cara interna es un mal”.
                                                          
La crueldad nos remite a la dinámica misma del cosmos, a la polaridad primigenia en la que cada uno de los elementos que la constituyen no puede existir sin la presencia del otro, en la que cada elemento se genera a sí mismo en la medida en que genera a su opuesto.  Crueldad significa para él –dice Juanes- entrar en trance y superar el control racional y moral-institucional que atenaza a los individuos; o dicho de otra manera, alcanzar un estado que nos permita abrirnos a la alteridad. Crueldad tiene que ver con la creación incesante y es cruel porque la renovación de la vida exige la muerte.

El rito del peyote Artaud pensaba que los tarahumaras no creen en Dios y encontraba  una prueba de ello en la ausencia de una palabra equivalente en su idioma.

Pensaba, en cambio, que los rarámuri rendían culto a un principio trascendente de la naturaleza masculino-femenino en sí mismo, que veía simbolizado en la cinta que los indios usan atada a la cabeza y que termina en dos puntas. Artaud veía en los rarámuri lo que llamó una raza-principio, un pueblo que participa de los secretos de la naturaleza por estar alojado en ella: “si los tarahumaras son fuertes físicamente –decía- es porque están hechos del mismo tejido de la naturaleza, de su misma contextura, y como todas sus manifestaciones auténticas, han nacido de una mezcla primaria” (Artaud, 1984: p. 286) 

Esta intimidad con la naturaleza hace posible que los sipame o chamanes rarámuri, puedan interiorizar el lenguaje del hícuri, comprenderlo y valerse de él para ejercer sus prácticas terapéuticas, adivinatorias y sacramentales.

Uno de los instrumentos rituales de mayor importancia en las ceremonias es el
raspador o rallador, llamado sipíraka, que consiste en un trozo delgado de madera con muescas a lo largo de su cuerpo, sobre las cuales se desliza una vara, llamada kítara, para producir un determinado ritmo, lenguaje musical que permite la comunicación con los seres sagrados, en especial el hícuri, con el cual es necesario mantener una comunicación ritual a fin de conservar o restablecer la salud y el bienestar en los individuos, y entre ellos y sus comunidades.

Durante el ritual el raspador se apoya sobre una vasija invertidaque sirve como caja de resonancia y bajo la cual –nos describe Carlo Bonfiglioli- se escarba un hoyo semejante en profundidad y forma a la batea que lo cubre y en el fondo del cual se traza una cruz cuadrilátera en cuyo centro el chamán coloca al peyote-aliado que lo ayudará a encontrar el alma perdida del paciente y a restablecer un orden anímico particular apelando a un orden más general, puesto que el bienestar de las personas depende de la preservación de la armonía social y cósmica. (Bonfiglioli, 2005: pp.168, 180).

Este instrumento es una especie de catalizador de energías cósmicas que el sipame activa en sí mismo y en su entorno una vez que ha ingerido el cactus enteogénico. 

Carlos Montemayo refiere que a María Elena Orozco le explicaron que cuando un sipame considera que un aprendiz ya domina ciertos conocimientos que lo hacen apto para comenzar a curar, lo envía durante tres años a vivir sólo en las montañas, “para que el jícuri le enseñe las verdades de la conciencia”… En este periodo el aprendiz elabora su vara para raspar en las ceremonias del peyote y poder curar. A su regreso, su maestro lo presenta ante la comunidad como un nuevo raspador, es decir, como un nuevo sipame. (Montemayor, 1995: p.80)

Bonfiglioli nos muestra en sus estudios sobre la raspa de peyote y las danzas de curación asociadas a él, que el rallador no es sólo un instrumento musical sino que opera también simbólicamente como una escalera cósmica cuyos peldaños están representados en las muescas de la sipíraka. Cuando el sipawame (“el que sabe rayar”) o sipame frota los palos y canta, está activando un flujo de influencias ascendentes y descendentes entre el cielo y la tierra expresado en el movimiento y el sonido. La danza, el canto y la música rituales que propician y acompañan el despliegue de los poderes del chamán, que ha ingerido peyote al igual que los demás participantes, se producen al interior de un espacio simbólico, constituido –explica Bonfiglioli- por un círculo que contiene mitades, un centro, ejes, rumbos, niveles y puntos con claras referencias solares.
                                                         
9
Autora de Tarahumara, una antigua sociedad futura, Gobierno del Edo, de Chihuahua, 1992. Las ceremonias dutubúri, como la que participó Artaud, tienen como objetivo “curar”, es decir, fortalecer, proteger, prevenir el mal, procurar la salud y el bienestar en personas, animales, milpas, hogares e iglesias. Sirven también para hacer llover, para quitar las plagas, para recibir a los recién nacidos y para despedir y encaminar a los muertos, también para recibir las primeras cosechas de maíz, frijol y demás verduras y legumbres. En todas estas fiestas se sacrifica algún animal, que puede ser chivo, vaca, buey, oveja, pollo, ardilla, caballo, burro o venado, pero nunca un cerdo o un perro.

Precisamente por tratarse de un culto solar, Antonin Artaud dedujo una genealogía mística en la que los tarahumaras serían descendientes de losatlántidas descritos por Platón, considerándolos como una raza de origen mágico. En los sacrificios de toros al sol descritos por el filósofo griego y en la danza tarahumara de los matachines en la que se sacrifica y destaza un buey, encontró Artaud significativas semejanzas para postular esta analogía de carácter místico. 

Que vayan a la sierra tarahumara quienes no me crean, dice Artaud, ahí advertirán que en este país donde la roca ostenta una apariencia y una estructura de fábula, la leyenda se convierte en realidad y que no puede haber realidad fuera de esta fábula. Artaud es consciente del desprecio que se tiene por los indios debido a lo que se considera una cultura atrasada, sin embargo, coloca al pueblo tarahumara por encima de la vida moderna en lo que se refiere a los aspectos vitales de conexión con el cosmos. Artaud argumenta que no se debe plantear la cuestión del progreso cuando se está ante tradiciones auténticas: Las verdaderas tradiciones no progresan –dice- ya que representan el punto avanzado de toda verdad posible. 

No hay comentarios.: