miércoles, 24 de noviembre de 2010

CAZADOR
.

-¿Por qué hace usted todo esto conmigo, don Juan? -pregunté.

Se quitó el sombrero y se rasgó las sienes en fingido desconcierto.

-Tengo un gesto contigo -dijo suavemente-. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: Digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir.

Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima: soy indio y a los indios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena estrella me salvó y alguien me enseñó a cazar, y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse... así que la cambié.

-Pero yo estoy contento con mi vida, don Juan. ¿Por qué tendría que cambiarla?

Empezó a cantar una canción ranchera, muy suavemente, y luego tarareó la tonada. Su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo, siguiendo el ritmo.

-¿Crees que tú y yo seamos iguales? -preguntó con voz nítida.

La pregunta me agarró desprevenido. Experimenté en los oídos un zumbido peculiar, como si don Juan hubiera gritado, cosa que no hizo; sin embargo, su voz tenía un sonido metálico que reverberó en mis oídos.

Me rasqué con el meñique izquierdo el interior de la oreja del mismo lado. Desde hacía algún tiempo tenía comezón en las orejas, y había desarrollado una forma rítmica y nerviosa de frotarlas por dentro con el meñique de cualquier mano. El movimiento era, más exactamente, una sacudida de todo el brazo.

Don Juan observó mis movimientos con fascinación aparente.

-Bueno... ¿somos iguales? -preguntó.

-Por supuesto que lo somos -dije.

Naturalmente, yo condescendía. Le tenía mucho afecto al anciano aunque a veces no supiera qué hacer con él;  sin embargo, conservaba aún en el trasfondo de mi mente -sin que jamás fuera a darle voz- la creencia de que por ser un académico, un hombre del refinado mundo occidental,  era yo superior a un indio.

-No -dijo él calmadamente-, no lo somos.

-Por supuesto que lo somos -protesté.

-No -dijo él con voz suave. No somos iguales. Yo soy un cazador y un guerrero, y tú eres un pendejo.

Quedé boquiabierto. No podía creer que don Juan hubiera dicho eso. Dejé caer mi cuaderno y lo miré atónito y luego, por supuesto, me enfurecí.

Él me miró con ojos serenos y apacibles. Esquivé su mirada. Y entonces empezó a hablar. Pronunciaba claramente las palabras. Fluían sin interrupción ni misericordia. Dijo que yo alcahueteaba para otros. Que no planeaba mis propias batallas, sino las batallas de unos desconocidos. Que no me interesaba aprender de plantas ni de cacería ni de nada. Y que su mundo de actos, sentimientos, y decisiones precisas era infinitamente más efectivo que la torpe idiotez que yo llamaba "mi vida".

Cuando terminó, quedé mudo. Había hablado sin agresividad ni presunción, pero con tal fuerza, y a la vez tal sosiego, que yo ni siquiera estaba ya enojado.

Permanecimos en silencio. Me sentía apenado y no se me ocurría nada apropiado que decir.

Esperé que él tomara la palabra. Transcurrieron las horas. Don Juan se inmovilizó gradualmente hasta que su cuerpo adquirió una rigidez extraña, casi atemorizante; su silueta se hizo difícil de discernir conforme la luz menguaba y finalmente, cuando todo estuvo negro a nuestro alrededor, pareció haberse disuelto en la negrura de las piedras. Su estado de inmovilidad era tan total que él parecía ya no existir.

Era medianoche cuando al fin me di cuenta de que don Juan podía quedarse inmóvil tal vez para siempre en ese desierto, en esas rocas, y que lo haría en caso necesario. Su mundo de actos, decisiones y sentimientos precisos era en verdad superior.

Toqué calladamente su brazo, y el llanto me inundó.


Carlos Castaneda ~ Viaje a Ixtlan
.
©

lunes, 8 de noviembre de 2010

LA ULTIMA BATALLA SOBRE LA TIERRA
.

Don Juan me examinó con curiosidad y rió. Dijo, en tono muy bondadoso, que ya me había dicho que todos somos unos tontos. Yo no era la excepción.

-Siempre te sientes obligado a explicar tus actos, como si fueras el único hombre que se equivoca en la tierra -dijo-. Es tu viejo sentimiento de importancia. Tienes demasiada; también tienes demasiada historia personal. Por otra parte, no te haces responsable de tus actos; no usas tu muerte como consejera y, sobre todo, eres demasiado accesible. En otras palabras, tu vida sigue siendo el mismo desmadre que fuera antes de conocerte.

De nuevo tuve un genuino empellón de orgullo y quise rebatir sus palabras. Él me hizo seña de callar.

-Hay que hacerse responsable de estar en un mundo extraño -dijo-. Estamos en un mundo insólito, has de saberlo.

Moví la cabeza en sentido afirmativo.

-No estamos hablando de lo mismo -dijo él-. Para ti el mundo es insólito porque cuando no te aburre estás enemistado con él. Para mí el mundo es insólito porque es estupendo, aterrador, misterioso, impenetrable; mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este mundo maravilloso, en este maravilloso desierto, en esta maravillosa época.

Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un breve momento, de hecho, demasiado breve para presenciar todas las maravillas que existen.

Insistí que aburrirse con el mundo o enemistarse con él era la condición humana.

-Pues cámbiala -repuso con sequedad-. Si no respondes al reto, igual te valdría estar muerto.

Me instó a nombrar un asunto, un elemento de mi vida que hubiera ocupado todos mis pensamientos. Dije que el arte. Siempre quise ser artista y durante años me dediqué a ello. Todavía conservaba el doloroso recuerdo de mi fracaso.

-Nunca has aceptado la responsabilidad de estar en este mundo impenetrable -dijo en tono acusador-. Por eso nunca fuiste artista, y quizá nunca seas cazador.

-Hago lo mejor que puedo, don Juan.

-No. No sabes lo que puedes.

-Hago cuanto puedo.

-Te equivocas otra vez. Puedes hacer más. Hay una cosa sencilla que anda mal contigo: crees tener mucho tiempo.

Hizo una pausa y me miró como aguardando mi reacción.

-Crees tener mucho tiempo -repitió.

-¿Mucho tiempo para qué, don Juan?

-Crees que tu vida va a durar para siempre.

-No. No lo creo.

-Entonces, si no crees que tu vida va a durar para siempre, ¿qué cosa esperas? ¿Por qué titubeas en cambiar?

-¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?

-Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cambiar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.

Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitrario. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.

-No tienes tiempo para esta explosión, idiota -dijo con tono severo-. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Puede muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.

-Ya lo sé -dije con ira contenida.

-No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un cazador.

Repuse que tenía conciencia de mi muerte inminente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.

-Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota -dijo calmadamente-. Estas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.
.
Estuvimos callados un momento. Mis pensamientos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.

-No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo -dijo.

-Estoy de acuerdo, don Juan, pero...

-No me des la razón por las puras -tronó-. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.

-¿Así no más?

-Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.
.
Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba reparando para el cambio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.
.
-No has cambiado en nada -repuso-. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.

No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.

-Quizás haya que decirlo de otra manera -dijo-. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no tenemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente. Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?

Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.

-Vivir lo más felices que podamos -dije.

-¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?

Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que podía usar como ejemplos a varias personas que conocía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.

-No -dije-. En verdad no.

-Yo sí -dijo don Juan-. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de...

Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios.

Los actos tienen poder -dijo-. Sobre todo cuando la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.
.
-Yo no estaba de acuerdo. Para mí, la felicidad consistía en suponer que había una continuidad inherente a mis actos y que yo podría seguir haciendo, a voluntad, cualquier cosa que estuviera haciendo en ese momento, especialmente si la disfrutaba. Le dije que mi desacuerdo, lejos de ser banal, brotaba de la convicción de que el mundo y yo mismo poseíamos una continuidad determinable.

Don Juan pareció divertirse con mis esfuerzos por lograr coherencia. Rió, meneó la cabeza, se rascó el cabello, y finalmente, cuando hablé de una "continuidad determinable", tiró su sombrero al suelo y lo pisoteó.

Terminé riendo de sus payasadas.

-No tienes tiempo, amigo mío -dijo él-. Ésa es la desgracia de los seres humanos. Ninguno de nosotros tiene tiempo suficiente, y tu continuidad no tiene sentido en este mundo aterrador y misterioso.

"Tu continuidad sólo te hace tímido. Tus actos no pueden de ninguna manera tener el gusto, el poder, la fuerza irresistible de los actos realizados por un hombre que sabe que está librando su última batalla sobre la tierra. En otras palabras, tu continuidad no te hace feliz ni poderoso."

Admití mi temor de pensar en que iba a morir, y lo acusé de provocarme una gran aprensión con sus constantes referencias a la muerte.

-Pero todos vamos a morir -dijo.

Señaló unos cerros en la distancia.

-Hay algo allí que me está esperando, de seguro; y voy a reunirme con ello, también de seguro. Pero a lo mejor tú eres distinto y la muerte no te está esperando en ningún lado.

Rió de gesto de desesperanza.

-No quiero pensar en eso, don Juan.

-¿Por qué no?

-No tiene caso. Si está allí esperándome, ¿para qué preocuparme por ella?

-Yo no dije que te preocuparas por ella.

-¿Entonces qué hago?

- Usarla. Pon tu atención en el lazo que te une a tu muerte, sin remordimiento ni tristeza ni preocupación. Pon tu atención en el hecho de que no tienes tiempo, y deja que tus actos fluyan de acuerdo con eso. Que cada uno de tus actos sea tu última batalla sobre la tierra. Sólo bajo esas condiciones tendrán tus actos el poder que les corresponde. De otro modo serán, mientras vivas, los actos de un hombre tímido.

-¿Es tan terrible ser tímido?

-No. No lo es si vas a ser inmortal, pero si vas a morir no hay tiempo para la timidez, sencillamente porque la timidez te hace agarrarte de algo que sólo existe en tus pensamientos.

Te apacigua mientras todo está en calma, pero pronto el mundo aterrador y misterioso abrirá su boca ante ti, como la abrirá ante cada uno de nosotros, y entonces te das cuenta de que tus caminos seguros nada tenían de seguro. La timidez nos impide examinar y aprovechar nuestra suerte como hombres.

-No es natural vivir con la idea constante de nuestra muerte, don Juan.

-Nuestra muerte espera, y este mismo acto que estamos realizando ahora puede muy bien ser nuestra última batalla sobre la tierra -respondió en tono solemne-. La llamo batalla porque es una lucha. La mayoría de la gente pasa de acto a acto sin luchar ni pensar. Un cazador, al contrario, evalúa cada acto; y como tiene un conocimiento íntimo de su muerte, procede con juicio, como si cada acto fuera su última batalla. Sólo un imbécil dejaría de notar la ventaja que un cazador tiene sobre sus semejantes. Un cazador da a su última batalla el respeto que me rece.

Es natural que su último acto sobre la tierra sea lo mejor de sí mismo. Así es deleitable. Le quita el filo al temor.

-Tiene usted razón -concedí-. Sólo que es difícil de aceptar.

-Tardarás años en convencerte, y luego tardarás años en actuar como corresponde. Ojalá te quede tiempo.

-Me asusta que diga usted eso -dije.

Don Juan me examinó con una expresión grave en el rostro.

-Ya te dije: éste es un mundo insólito -dijo-. Las fuerzas que guían a los hombres son imprevisibles, aterradoras, pero su esplendor es digno de apreciarse.

Dejó de hablar y me miró de nuevo. Parecía estar a punto de revelarme algo, pero se contuvo y sonrió.

-¿Hay algo que nos guía? -pregunté.

-Seguro. Hay poderes que nos guían.

-¿Puede usted describirlos?

-En realidad no; sólo llamarlos fuerzas, espíritus, aires, vientos o cualquier cosa por el estilo.

Quise seguir interrogándolo, pero antes de que pudiera formular otra pregunta él se puso en pie. Me le quedé viendo, atónito. Se había levantado en un solo movimiento; su cuerpo, simplemente, se estiró hacia arriba y quedó de pie.

Me hallaba meditando todavía sobre la asombrosa pericia necesaria para moverse con tal rapidez, cuando él me dijo, en seca voz de mando, que rastreara un conejo, lo atrapara, lo matara, lo desollase, y asara la carne antes del crepúsculo.

Miró el cielo y dijo que tal vez me alcanzara el tiempo.

Puse automáticamente manos a la obra, siguiendo el procedimiento usado veintenas de veces.

Don Juan caminaba a mi lado y seguía mis movimientos con una mirada escudriñadora. Yo estaba muy calmado y me movía cuidadosamente, y no tuve ninguna dificultad en atrapar un conejo macho.

-Ahora mátalo -dijo don Juan secamente.

Metí la mano en la trampa para agarrar al conejo. Lo tenía asido de las orejas y lo estaba sacando cuando me invadió una súbita sensación de terror. Por primera vez desde que don Juan había iniciado sus lecciones de caza, se me ocurrió que nunca me había enseñado a matar animales. En las numerosas ocasiones que habíamos recorrido el desierto, él mismo sólo había matado un conejo, dos perdices y una víbora de cascabel.

Solté el conejo y miré a don Juan.

-No puedo matarlo -dije.

-¿Por qué no?

-Nunca lo he hecho.

-Pero has matado cientos de aves y otros animales.

-Con un rifle, no a mano limpia.

-¿Qué importancia tiene? El tiempo de este conejo se acabó.

El tono de don Juan me produjo un sobresalto; era tan autoritario, tan seguro, que no dejó en mi mente la menor duda: él sabía que el tiempo del conejo había terminado.

-¡Mátalo! -ordenó con ferocidad en la mirada.

-No puedo.

Me gritó que el conejo tenía que morir. Dijo que sus correrías por aquel hermoso desierto habían llegado a su fin. No tenía caso perder tiempo, porque el poder o espíritu que guía a los conejos había llevado a éste a mi trampa, justo al filo del crepúsculo.

Una serie de ideas y sentimientos confusos se apoderó de mí, como si los sentimientos hubieran estado allí esperándome. Sentí con calcinante claridad la tragedia del conejo: haber caído en mi trampa. En cuestión de segundos mi mente recorrió los momentos decisivos de mi propia vida, las muchas veces que yo mismo había sido el conejo.

Lo miré y el conejo me miró. Se había arrinconado contra un lado de la jaula; estaba casi enroscado, muy callado e inmóvil. Cambiamos una mirada sombría, y esta mirada, que supuse de silenciosa desesperanza, selló una identificación competa por parte mía.

-Al carajo -dije en voz alta-. No voy a matar nada. Ese conejo queda libre.

Una profunda emoción me estremecía. Mis brazos temblaban al tratar de asir al conejo por las orejas; se movió aprisa y fallé. Hice un nuevo intento y volví a errar. Me desesperé. Al borde de la náusea, patee rápidamente la trampa para romperla y liberar al conejo. La jaula resultó insospechadamente firme y no se quebró como yo esperaba. Mi desesperación creció convirtiéndose en una angustia insoportable.

Usando toda mi fuerza, pisotee la esquina de la jaula con el pie derecho: las varas crujieron con estruendo. Saqué el conejo. Tuve un alivio momentáneo, que se desplomó al instante siguiente. El conejo colgaba inerte de mi mano. Estaba muerto.

No supe qué hacer. Quise descubrir el motivo de su muerte. Me volví hacia don Juan. Él me miraba. Un sentimiento de terror atravesó mi cuerpo en escalofrío.

Me senté junto a unas rocas. Tenía una jaqueca terrible. Don Juan me puso la mano en la cabeza y me susurró al oído que debía desollar y asar al conejo antes de terminado el crepúsculo.

Sentía náuseas. Él me habló con mucha paciencia, como dirigiéndose a un niño. Dijo que los poderes que guían a los hombres y a los animales habían llevado hacia mí ese conejo, en la misma forma, en que me llevarán a mi propia muerte. Dijo que la muerte del conejo era un regalo para mí, exactamente como mi propia muerte será un regalo para algo o alguien más.

Me hallaba aturdido. Los simples eventos de ese día me habían quebrantado. Intenté pensar que no era sino un conejo; sin embargo, no podía sacudirme la misteriosa identificación que había tenido con él.

Don Juan dijo que yo necesitaba comer de su carne, aunque fuera sólo un bocado, para validar mi hallazgo.
-No puedo hacerlo -protesté débilmente.

-Somos polvo en manos de esas fuerzas -me dijo, brusco-. Deja de darte importancia y usa este regalo como se debe.

Recogí el conejo; estaba caliente.

Don Juan se inclinó para susurrarme al oído:

-Tu trampa fue su última batalla sobre la tierra. Te lo dije: ya no tenía más tiempo para corretear por este maravilloso desierto.
.
Viaje a Ixtlan ~ Carlos Castaneda
.
©