miércoles, 22 de julio de 2009

AGRADECIENDO
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‑Los guerreros‑viajeros no dejan cuentas pendien­tes ‑dijo don Juan.

‑¿A qué se refiere usted, don Juan? ‑pregunté.

‑Es hora de que arregles algunas deudas que has contraído durante tu vida ‑dijo‑. No es que vayas a poder pagarlas por completo, no, pero tienes que hacer un gesto. Tienes que hacer un pago de muestra para re­parar, para apaciguar al infinito. Me contaste de tus dos amigas que tanto estimabas, Patricia Turner y Sandra Flanagan. Es hora de que vayas a encontrarlas y que les hagas, a cada una, un regalo en el que gastes todo lo que tengas. Tienes que hacer dos regalos que van a dejarte sin un céntimo. Ése es el gesto.

‑No tengo idea dónde están, don Juan ‑dije, casi con humor de protesta.

‑Ése es tu desafío, encontrarlas. En tu búsqueda, no vas a dejar piedra sobre piedra. Lo que vas a intentar es algo muy sencillo, y a la vez, casi imposible. Quieres cru­zar el umbral de la deuda y en una barrida, ponerte en li­bertad para continuar. Si no puedes cruzar el umbral, no hay motivo para tratar de continuar conmigo.

‑Pero, ¿de dónde le vino la idea de esta faena para mí? ‑pregunté‑. ¿La inventó usted mismo porque lo cree apropiado?

‑Yo no invento nada ‑dijo, como si nada‑. Con­seguí esta tarea del infinito mismo. No es fácil decirte todo esto. Si crees que me estoy divirtiendo de maravilla con tus tribulaciones, estás en un error. El éxito de tu misión me vale más a mí que a ti: Si fracasas, pierdes muy poco. ¿Qué? Tus visitas conmigo. Vaya cosa. Pero yo te perdería a ti, y eso significa para mí o perder la continuidad de mi linaje o la posibilidad de que tú lo cierres con broche de oro.

Don Juan dejó de hablar. Siempre sabía cuándo tenía yo la cabeza acalorada de pensamientos.

‑Te he dicho una y otra vez que los guerreros‑viaje­ros son pragmáticos ‑siguió‑. No están involucrados en sentimentalismo o nostalgia o melancolía. Para los guerreros‑viajeros, sólo existe la lucha, y es una lucha sin fin. Si crees que has venido aquí a encontrar paz, o que éste es un momento de calma en tu vida, estás equivoca­do. Esta faena de pagar tus deudas no está guiada por nin­guna sensación que tú conozcas. Está guiada por el senti­miento más puro, el sentimiento del guerrero‑viajero que está a punto de sumergirse en el infinito, y que justo antes de hacerlo, se vuelve para dar las gracias a aquellos que lo favorecieron.

‑Te tienes que enfrentar a esta tarea con toda la gra­vedad que merece ‑continuó‑. Es tu última parada an­tes de que te trague el infinito. De hecho, si el guerrero-viajero no está en un estado sublime de ser, el infinito no lo toca por nada del mundo. Así es, no te restrinjas, no te ahorres ningún esfuerzo. Empuja, despiadada pero ele­gantemente, hasta el final.

Había conocido a las dos personas a quienes don Juan se refería como las amigas que tanto estimaba, cuando asistía al colegio. Vivía en un apartamento sobre el garaje de la casa que les pertenecía a los padres de Pa­tricia Turner. A cambio de cama y comida, les limpiaba la piscina, las hojas del jardín, sacaba la basura y hacía el desayuno para Patricia y yo. También hacía de «handy­man» y de chófer. Llevaba a la señora Turner a hacer las compras y compraba licor para el señor Turner, licor que tenía que meter en la casa a escondidas y luego en su estudio.

Era un ejecutivo de aseguranzas, un bebedor solita­rio. Le había prometido a su familia que jamás iba a vol­ver a tocar una botella después de algunos altercados se­rios a causa de su excesivo consumo. Me confesó que ya no tomaba tanto, pero que de vez en cuando necesitaba una copa. Su estudio, desde luego, le estaba vedado a to­dos, menos a mí. Mi obligación era entrar allí para hacer la limpieza, pero lo que hacía en realidad era esconder sus botellas dentro de una viga que parecía servir de apoyo a un arco del techo del estudio, pero que estaba hueca. Tenía que meter las botellas a escondidas y sacar las vacías también a escondidas y deshacerme de ellas en el mercado.

Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de Broadway. Ni vale la pena decir­lo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones an­gulares y finas, y me llevaba una cabeza de estatura: punto clave para que una mujer me enloqueciera.

Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá me tenía completa con­fianza. Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca sin su consentimiento. Me vigilaba como un águi­la. Hasta me escribía mis ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara; no creo que esa necesidad alguna vez haya formado parte de mi cognición. Me deleitaba el hecho que ella lo hicie­ra. Me deleitaba su compañía.

A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de los ejecutivos de la industria cine­matográfica. El señor Turner nunca las utilizaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan im­portante, utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los poseedores de tales pases firma­ran un recibo. A Patricia le importaba un pepino firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos depen­dientes querían que firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con la firma. Exi­gían ver identificación. Uno de ellos, un joven descara­do, hizo un comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia.

‑Creo que usted es el señor Truhán ‑me dijo con una de las sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar‑, no el señor Turner.

Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos sometió a la profunda humillación de negarnos la entra­da para Hércules, con Steve Reeves.

Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vi­vía al lado, con sus padres. Sandra era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda, de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapache. No se interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerir­lo, y (la característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido hacer en toda mi vida. También era excelente atlética, pero de una manera sana y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula.

Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos quehaceres para los padres de Sandra que los que hacía para los padres de ella: limpiar la piscina, barrer las ho­jas, sacar la basura, y quemar los papeles y la basura in­flamable. Era la época cuando la contaminación del aire incrementó en Los Ángeles a causa del uso de los inci­neradores.

Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos.

Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío extraor­dinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con las dos, aparentemente muy feliz. Em­pezó dándome, me dijo, el consejo más sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su re­greso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie de los que los rodeaban se en­teraban. Me aseguró que éste era el primer paso en un lar­go proceso de entrenamiento para que las chicas acep­taran prosaicamente la situación de tres. Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión francesa: ménage á trois.

Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Pa­tricia a mi izquierda y le entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Ni­cholas van Hooten, pero Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro, ofendida, humilla­da y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero Sandra me detuvo.

‑Deja que se vaya ‑dijo con una sonrisa veneno­sa‑. Ya está grande. Tiene dinero para tomar un taxi.

Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuquean­do a Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. Patricia la atleta saltó antes de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final de la fila, junto al pasillo.

El consejo de Nicholas van Hooten no había valido una pizca. Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guar­dando absoluto silencio. Emparchamos nuestras dife­rencias en medio de extrañísimas promesas, llantos, todo. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. No sabíamos resolver los problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres so­ciales. No podía abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones, para nunca jamás volvernos a ver. Me sentí devastado. Nada de lo que hacía podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. Sin exagerar en lo mí­nimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la influencia que don Juan tuvo so­bre mi vida y mi persona, nunca hubiera sobrevivido mis demonios personales. Le dije a don Juan que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no podía lidiar.

‑Lo que había de malo ‑dijo don Juan‑ era que los tres eran unos egomaniáticos perdidos. Tu impor­tancia personal casi te destruyó. Si no tienes importan­cia personal, sólo tienes sentimientos.

»Compláceme ‑siguió‑, y haz el siguiente sencillo y directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importan­cia personal, ¿qué te hubiera quedado como residuo irreductible?

‑Mi amor incondicional por ellas ‑dije, casi aho­gándome.

‑¿Y es menos hoy de lo que era entonces? ‑pre­guntó don Juan.

‑No, don Juan, no lo es ‑dije con toda sinceridad, y sentí la misma punzada de angustia que me había per­seguido durante años.

‑Esta vez, abrázalas desde tu silencio ‑dijo‑. No seas un pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea la última vez sobre la Tie­rra. Inténtalo desde tu oscuridad. Si vales lo que pesas ‑siguió‑, cuando les presentes tu regalo, harás un re­sumen de tu vida entera dos veces. Actos de esta natura­leza hacen que los guerreros vuelen, los convierte casi en vapor.

Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que iba a perder. Yo también perde­ría algo, y lo que perdería me era tan importante como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello.

El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso en un terrible estado de ánimo. El sentimiento de­vastador de pérdida irreparable que me había persegui­do todos esos años estaba tan fresco como siempre. Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay ciertas cosas que se quedan en uno, se­gún él, por toda una vida y, quizás, más allá. Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La últi­ma recomendación de don Juan fue que si las encontra­ba no podía quedarme con ellas. Tendría tiempo sola­mente para expiarme, envolver a cada una con el afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la autocompasión o de la egomanía.

Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían conocido a sus padres. Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en poner un anuncio personal en el pe­riódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya no vivían en California. Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de sus contactos con oficinas oficiales de documen­tos y quién sabe qué, las localizó en un par de semanas.

Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran tan amigas como siempre. Fui a Nueva York y me enfrenté primero con Patricia Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había soña­do, pero formaba parte de una producción. No quise sa­ber si era como actriz o administradora. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. La sobresaltó verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar. Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un viaje del cual no pensaba regresar.

‑¿Por qué estas palabras siniestras? ‑me dijo apa­rentemente muy preocupada‑. ¿Qué piensas hacer? ¿Es­tás enfermo? No lo pareces.

‑Fue una frase metafórica ‑le aseguré‑. Regreso a Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que darle todo lo que tengo.

Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual, sólo mucho más grande, mucho más poderosa, más madu­ra, muy elegante. Le besé las manos y me sobrevino un afecto abrumador. Don Juan tenía razón. Limpio de recri­minaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos.

‑Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije­-. Pídeme lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro.

‑¿Te ganaste la lotería? ‑dijo y se rió‑. Lo maravilloso de ti es que nunca tuviste nada y nunca lo ten­drás. Sandra y yo hablamos de ti casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las muje­res, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos.

Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y reír a la vez.

‑¿Me vas a comprar un abrigo de visón? ‑me pre­guntó entre sollozos.
Le acaricié el cabello y dije que lo haría.

Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo hacía. Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá.

Sí regresé, pero fue solamente para ver, desde la dis­tancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. Oí sus gritos de alegría.

Había acabado con esa parte de mi tarea. Me fui, pero no me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga de antaño y había co­menzado a sangrar. No llovía del todo afuera; había una bruma que me llegaba hasta la médula.

En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las afueras de Nueva York, donde se llega por tren. Toqué a su puerta. Sandra la abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara. Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del tamaño de una casa.

‑¡Pero tú, tú, tú! ‑balbuceó, no pudiendo articular mi nombre.

Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.

‑¿Qué estás haciendo aquí? ‑dijo, ya más calma­da‑. ¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio.

Disparando las palabras como si salieran de una ame­tralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo falta­ba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos her­mosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba.

Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna ma­nera. Le describí lo difícil que había sido dar con ella.

‑He venido a despedirme de ti ‑dije‑ y a decirte que eres el amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno.

Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad.

Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser ca­tólica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había en­contrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pue­den borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la al­fombra.

Cuando le pregunté si había algún regalo que pudie­ra hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombra­ra algo.

‑¿Me puedes comprar una camioneta en donde que­pan todos mis hijos? ‑me dijo, riéndose‑. Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras.

Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.

Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sor­presa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción cor­poral, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento del coche.

A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me esta­ba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y ha­berme despedido. Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería po­nerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cum­mings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilec­to era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pa­gué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, mo­riría en Hollywood.

Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo consideraba mi seudo‑éxito. Lo descartó desver­gonzadamente. Me dijo que lo que sentía era simple­mente el resultado de darle rienda suelta a mis senti­mientos y mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga y se sostenga, los guerreros-viajeros debían rehacerse a sí mismos.

‑Vence tu autocompasión ahora mismo ‑me or­denó‑. Vence la idea de que estás herido, y ¿qué te que­da como residuo irreductible?

Lo que me quedaba como residuo irreductible era el sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. No con el ánimo de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el verda­dero espíritu del guerrero‑viajero cuya única virtud, me había dicho don Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guar­dar en su silencio todo lo que ha amado.
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Carlos Castaneda
El Lado Activo del Infinito