ANTONIN ARTAUD
Artaud y el ritual
tarahumara del peyote
Julio Glockner
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Autónoma de Puebla
A la memoria de Carlos Montemayor.
La insurrección campesina
que produjo la revolución mexicana despertó el interés por el país en algunos
artistas, escritores y poetas que lo visitaron en las décadas posteriores a su
pacificación. Particularmente atractivos resultaron los años treinta, después
de la rebelión cristera y en pleno auge del cardenismo. Ya no se trataba, como
ocurrió con John Reed, de un interés directo en el movimiento armado, sino de
lo que ocurría en una nación que surgía a los ojos de la modernidad occidental
con lo que parecía una propuesta inédita, sustentada, según pensaban algunos,
en tradiciones milenarias. Esta expectación atrajo, entre otros, a Graham
Green, D.H. Lawrence, André Bretón, Jaques Soustelle, Jack Kerouac, Malcolm
Lowry, Gustav Regler, Aldous Huxley y Antonin Artaud.
Artaud llegó a México en
1936, casi diez años después de su ruptura con el movimiento surrealista que,
encabezado por André Breton, había optado por afiliarse al Partido Comunista
Francés. Aquellos surrealistas, en un acto de memorable ridiculez por su inútil
agresividad, expulsaron a Artaud de sus filas diciendo que habían “vomitado a
un canalla” que sólo atendía a sus intereses personales y que “no quería ver en
la Revolución más que una metamorfosis de las condiciones interiores del alma,
lo que es propio de los débiles mentales, los impotentes y los cobardes”.
Artaud respondió a
quienes se habían erigido en comisarios de la conciencia diciendo que: “…lo que
les pareció condenable y blasfematorio, por encima de todo, fue que yo no
quisiera remitir más que a mí mismo el cuidado de determinar mis propios
límites, que exigiera ser dejado libre y dueño de mi propia acción… Para mí, el
punto de vista de la Revolución integral reside en que cada hombre no quiera
considerar nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo… Las
fuerzas revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de
desequilibrar el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la
realidad”.
En seguida precisa lo que
entiende por surrealismo y es ahí, me parece, donde residen las razones que
explican su viaje a México y a la Sierra Tarahumara: “El surrealismo nunca fue
para mí más que una nueva especie de magia. La imaginación, el sueño, toda esta
intensa liberación del inconsciente que tiene por objetivo hacer aflorar a la
superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente
introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el
valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto íntegro
cambia de ropaje, de corteza, ya no se aplica más a los mismos gestos mentales.
El más allá, lo invisible, rechazan la realidad.
El mundo ya no se
sostiene. Es entonces cuando uno puede comenzar a acribillar los fantasmas, a
detener los falsos semblantes… para mí el surrealismo fue siempre una insidiosa
extensión de lo invisible, el inconsciente al alcance de la mano. Los tesoros
del inconsciente invisible hechos palpables, conduciendo la lengua
directamente, de un solo chorro. .. Que la espesa muralla de lo oculto se
derrumbe de una vez por todas sobre todos estos charlatanes impotentes que
consumen su vida en desaprobaciones y vanas amenazas ¡Sobre estos
revolucionarios que no revolucionan nada! El surrealismo ha muerto por el
sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda de él es una especie de montón
híbrido al que los mismos surrealistas son incapaces de poner un nombre”.
A pesar de la dureza de
sus palabras, Artaud precisa los términos del conflicto diciendo:
“No hablo de sus
escritos, que son resplandecientes, aunque vanos desde el punto de vista en que
se sitúan".
"Hablo de su actitud
central, del ejemplo de toda su vida. No tengo un odio ndividual. Los rechazo y
los condeno en bloque, dando a cada uno de ellos toda a estima y aun toda la
admiración que merecen por sus obras o por su espíritu. En odo caso, y desde
este punto de vista, no cometeré como ellos el infantilismo del calor de esa
polémica se reafirmaba una voluntad por mirar y vivir el mundo de otra manera,
voluntad que encontraría plena satisfacción cuando una década después Artaud
escribía que los días pasados en la Sierra Tarahumara habían sido los más
felices de su vida.
Artaud desembarca en
Veracruz en febrero de 1936 y al correr los meses de su estancia en la ciudad
de México irá descubriendo gradualmente que la mentalidad y las políticas
públicas predominantes en el país poco tienen que ver con un aprecio y
valoración de las tradiciones indígenas, al contrario, se trata de
desindianizar un mundo multiétnico como condición indispensable para encauzar a
la nación por el camino del progreso tecnológico que tanto se admira en los
países industrializados. Después de dar algunas conferencias y publicar una
serie de artículos en el periódico El Nacional decide viajar a la Sierra
Tarahumara, pero no lo hace con el interés de un etnólogo que se propone
analizar una cultura para establecer las características que la diferencian de
otras; él llega sabiendo, es decir, habiendo decidido por lecturas y largas
reflexiones previas, que la cultura tarahumara es superior a la europea en
aspectos que le parecen fundamentales.
Esos aspectos tienen que
ver con el modo como Artaud entiende la metafísica y con su concepción del
teatro.
Digamos que Artaud se
rebela contra el distanciamiento entre el espíritu y el cuerpo que caracteriza
a la tradición judeocristiana y en la que ha sostenido su concepción del
mundo y sus valores la moderna cultura occidental. Esta oposición entre
espíritu y materia, entre mente y cuerpo, se manifiesta a lo largo del
pensamiento religioso y filosófico de Occidente hasta desembocar en la moderna
metafísica de la razón, sustentada en la representación abstracta de sistemas
conceptuales del mundo. Para Antonin Artaud, en cambio, la metafísica es
“física primordial”, algo concreto, experimentable y visible que cobra
presencia a través de medios de expresión materiales consagrados a la transfiguración
de lo ordinario en algo extraordinario.
darles vuelta la cara y
de negarles todo talento desde el momento en que dejaron de ser mis amigos.
Pero felizmente no se trata de esto”.
Probablemente de su
conocimiento de Lao Tse y el pensamiento oriental provenga la idea de que la
metafísica no es, como quiere la tradición occidental, una especulación
racional desvinculada de lo físico, de la materia y sus avatares. Para Artaud
no hay más metafísica que la que se transparenta en lo visible, aquella que se
concibe como unión, como unidad indisoluble de los opuestos, de lo abstracto y
lo concreto, y no como separación que coloque al pensamiento por encima o más
allá de la materia.
Artaud se propone
propiciar, mediante un nuevo teatro, el reencuentro entre el cuerpo y el
espíritu, entre la carne viva, palpitante, y la razón. Para ello es necesario
restaurar el diálogo con las fuerzas primigenias que residen en los ritos
ancestrales que dieron origen al teatro. En lugar del libreto que genera un
teatro exclusivamente verbal, Artaud busca poner en escena la “metafísica de
los ademanes” que da cauce a la expresión corporal que ha visto en el teatro
balinés. Más que al discurso enfáticamente verbal del teatro moderno, se
propone recurrir al mito como fuente de energía cósmica revelada en los ritos
arcaicos, por esa razón va al encuentro del pueblo rarámuri que hace un uso
terapéutico y sacramental del hícuri.
A mediados de agosto de
1936 decide viajar a la Sierra Tarahumara en busca de lo que llamaba la
planta-principio, que posee –dice- la extraña virtud alquímica de transmutar la
realidad, de hacernos caer verticalmente hasta el punto en que todo se abandona
para tener la certeza de que se vuelve a empezar.
En Norogáchic, ya en el
corazón de la sierra, se encuentra con que el director de a escuela, un digno
representante del embate contra las tradiciones indígenas, ha rohibido a los
rarámuris la celebración de rituales religiosos. Para fortuna de Artaud este
hombre está más interesado en acostarse con la maestra de la escuela que en
hacer valer sus propios mandatos, de modo que logra convencerlo de la
conveniencia de celebrar un ritual, lo que le vale la simpatía de los
sacerdotes del tutuguri, un rito esotérico que en rarámuri significa “canto del
búho”.
Un domingo de septiembre,
dice Artaud: “un anciano jefe indio vino a abrirme la conciencia con una
cuchillada entre el corazón y el brazo”. El viejo oficiante le dijo que no
tuviera miedo, que confiara en él porque no le haría ningún daño, en seguida
retrocedió unos pasos y después de trazar en el aire un círculo con su espada
se lanzó sobre Artaud, pero la punta del arma apenas tocó su piel, provocando
la salida de una pequeña gota de sangre. Podría interpretarse este gesto ritual
como un acto de purificación sobre un hombre que debía ser preparado física y
anímicamente para asistir a un ritual sagrado: “No sentí ningún dolor
–escribió Artaud- pero sí tuve la impresión de despertar a algo con respecto a
lo cual hasta entonces era yo un mal nacido y hacia lo que había sido orientado
por el lado equívoco, y me sentí colmado por una luz que nunca había poseído”.
Es probable que la
“espada” a la que se refiere Artaud sea el cuchillo ceremonial que menciona
Wendell C. Bennett, quien estuvo pocos años antes entre los tarahumaras.
Bennett dice que los “hechiceros” utilizan un cuchillo para “cortar el aire”
trazando cruces, marcas en los puntos cardinales o signos alrededor de la
persona como parte de una cura, con la finalidad de ahuyentar los malos espíritus.
Ese cuchillo permanece durante los rituales en la mesa que sirve como altar, o
cerca de las cruces que ocupan un lugar de primera importancia en el patio
ceremonial. (Bennett, 1986: p.446)
Dos días después comía
hícuri con los sacerdotes del tutuguri, cuyo ritual, según explica Luis Mario
Schneider, se realiza solamente por lamadrugada y consiste en un baile
deprecatorio para solicitar algún favor al sol.(Schneider, 1984: p.82)
En esta danza se utiliza
un instrumento musical llamado “raspador” que el chamán aplicó sobre la cabeza
de Artaud durante la ceremonia. Más adelante me referiré a su contenido
simbólico.
Artaud expresa el sentido
de su experiencia recordando las palabras de quien llama “jefe indio”: “Te unes
a la entidad sin Dios que te asimila y te engendra como si te crearas tú mismo,
y como tú mismo en la Nada y contra Él, a todas horas, te creas”. Estas fueron
las palabras del jefe indio y no hago más que citarlas -dice Artaud- pero no
tal como me las dijo, sino tal como yo las he reconstruido bajo las
iluminaciones fantásticas del hícuri.
.
Estas palabras revelan el
propósito primordial del poeta: “que la naturaleza y el cuerpo recobren el
estatuto que tenían cuando Dios estaba ausente, es decir, antes de „la Creación‟”.
No debe pensarse que
Artaud se sentía iniciado en esoterismo alguno, su experiencia de lo sagrado no
está asociada con la idea de la trascendencia del espíritu sino con la
inmanencia de ser en el mundo. En una carta escrita en 1947 a André Bretón, ya
reconciliado con él, le explica porqué rechaza participar en una exposición
surrealista. Además de considerar que el surrealismo no debe incorporarse a la
industria cultural ni propiciar la mercantilización del arte, le interesa
dejarle claro a Bretón que pone en duda “los secretitos esotéricos” y las
“prácticas iniciáticas” con las que se entretienen él y sus seguidores: “No
creo en la ciencia oculta –le dice- no veo que haya en el mundo alguna cosa a
la cual se pueda ser iniciado… no creo que exista un mundo oculto o algo
escondido del mundo… Yo creo que todo, y más que nada lo esencial, siempre
estuvo al descubierto y en la superficie y que se ha ido a pique.”
Para Artaud –dice
certeramente Jorge Juanescuestionar la racionalidad, la transparencia impoluta
del concepto, no significa remontarnos a hermetismos consagrados a dilucidar la
nada arcana, sino descubrir el misterio residente en lo concreto-terrenal.
En su idea teatral de la
crueldad se puede entrever la concepción que Artaud tiene de una sacralidad sin
dios. “Esta crueldad -dice- no es cosa de sadismo, ni de sangre, o al
menos no lo es de forma exclusiva… Crueldad significa aplicación, rigor y decisión
implacable, determinación irreversible, absoluta…
La crueldad es ante todo
lúcida, es una especie de dirección rígida, es la sumisión a la necesidad”. La
noción de crueldad en Artaud nos remite a las fuerzas opuestas y
complementarias que se enfrentan en toda creación: “En el mundo manifestado, y
hablando metafísicamente –dice- el mal es la ley permanente, y lo que es bien
representa ya un esfuerzo y una crueldad sobrepuesta a la otra… El bien está
siempre en la cara externa, pero la cara interna es un mal”.
La crueldad nos remite a
la dinámica misma del cosmos, a la polaridad primigenia en la que cada uno de
los elementos que la constituyen no puede existir sin la presencia del otro, en
la que cada elemento se genera a sí mismo en la medida en que genera a su
opuesto. Crueldad significa para él –dice Juanes- entrar en trance y
superar el control racional y moral-institucional que atenaza a los individuos;
o dicho de otra manera, alcanzar un estado que nos permita abrirnos a la
alteridad. Crueldad tiene que ver con la creación incesante y es cruel porque
la renovación de la vida exige la muerte.
El rito del peyote Artaud
pensaba que los tarahumaras no creen en Dios y encontraba una prueba de
ello en la ausencia de una palabra equivalente en su idioma.
Pensaba, en cambio, que
los rarámuri rendían culto a un principio trascendente de la naturaleza
masculino-femenino en sí mismo, que veía simbolizado en la cinta que los indios
usan atada a la cabeza y que termina en dos puntas. Artaud veía en los rarámuri
lo que llamó una raza-principio, un pueblo que participa de los secretos de la
naturaleza por estar alojado en ella: “si los tarahumaras son fuertes físicamente
–decía- es porque están hechos del mismo tejido de la naturaleza, de su misma
contextura, y como todas sus manifestaciones auténticas, han nacido de una
mezcla primaria” (Artaud, 1984: p. 286)
Esta intimidad con la
naturaleza hace posible que los sipame o chamanes rarámuri, puedan interiorizar
el lenguaje del hícuri, comprenderlo y valerse de él para ejercer sus prácticas
terapéuticas, adivinatorias y sacramentales.
Uno de los instrumentos
rituales de mayor importancia en las ceremonias es el
raspador o rallador,
llamado sipíraka, que consiste en un trozo delgado de madera con muescas a lo
largo de su cuerpo, sobre las cuales se desliza una vara, llamada kítara, para
producir un determinado ritmo, lenguaje musical que permite la comunicación con
los seres sagrados, en especial el hícuri, con el cual es necesario mantener
una comunicación ritual a fin de conservar o restablecer la salud y el
bienestar en los individuos, y entre ellos y sus comunidades.
Durante el ritual el
raspador se apoya sobre una vasija invertidaque sirve como caja de resonancia y
bajo la cual –nos describe Carlo Bonfiglioli- se escarba un hoyo semejante en
profundidad y forma a la batea que lo cubre y en el fondo del cual se traza una
cruz cuadrilátera en cuyo centro el chamán coloca al peyote-aliado que lo
ayudará a encontrar el alma perdida del paciente y a restablecer un orden
anímico particular apelando a un orden más general, puesto que el bienestar de
las personas depende de la preservación de la armonía social y cósmica.
(Bonfiglioli, 2005: pp.168, 180).
Este instrumento es una
especie de catalizador de energías cósmicas que el sipame activa en sí mismo y
en su entorno una vez que ha ingerido el cactus enteogénico.
Carlos Montemayo refiere que a María Elena Orozco le explicaron que cuando
un sipame considera que un aprendiz ya domina ciertos conocimientos que lo
hacen apto para comenzar a curar, lo envía durante tres años a vivir sólo en
las montañas, “para que el jícuri le enseñe las verdades de la conciencia”… En
este periodo el aprendiz elabora su vara para raspar en las ceremonias del
peyote y poder curar. A su regreso, su maestro lo presenta ante la comunidad
como un nuevo raspador, es decir, como un nuevo sipame. (Montemayor, 1995:
p.80)
Bonfiglioli nos muestra
en sus estudios sobre la raspa de peyote y las danzas de curación asociadas a
él, que el rallador no es sólo un instrumento musical sino que opera también
simbólicamente como una escalera cósmica cuyos peldaños están representados en
las muescas de la sipíraka. Cuando el sipawame (“el que sabe rayar”) o sipame
frota los palos y canta, está activando un flujo de influencias ascendentes y
descendentes entre el cielo y la tierra expresado en el movimiento y el sonido.
La danza, el canto y la música rituales que propician y acompañan el despliegue
de los poderes del chamán, que ha ingerido peyote al igual que los demás
participantes, se producen al interior de un espacio simbólico, constituido
–explica Bonfiglioli- por un círculo que contiene mitades, un centro, ejes,
rumbos, niveles y puntos con claras referencias solares.
9
Autora de Tarahumara, una
antigua sociedad futura, Gobierno del Edo, de Chihuahua, 1992. Las ceremonias
dutubúri, como la que participó Artaud, tienen como objetivo “curar”, es decir,
fortalecer, proteger, prevenir el mal, procurar la salud y el bienestar en
personas, animales, milpas, hogares e iglesias. Sirven también para hacer
llover, para quitar las plagas, para recibir a los recién nacidos y para
despedir y encaminar a los muertos, también para recibir las primeras cosechas
de maíz, frijol y demás verduras y legumbres. En todas estas fiestas se
sacrifica algún animal, que puede ser chivo, vaca, buey, oveja, pollo, ardilla,
caballo, burro o venado, pero nunca un cerdo o un perro.
Precisamente por tratarse
de un culto solar, Antonin Artaud dedujo una genealogía mística en la que los
tarahumaras serían descendientes de losatlántidas descritos por Platón,
considerándolos como una raza de origen mágico. En los sacrificios de toros al
sol descritos por el filósofo griego y en la danza tarahumara de los matachines
en la que se sacrifica y destaza un buey, encontró Artaud significativas
semejanzas para postular esta analogía de carácter místico.
Que vayan a la sierra
tarahumara quienes no me crean, dice Artaud, ahí advertirán que en este país
donde la roca ostenta una apariencia y una estructura de fábula, la leyenda se
convierte en realidad y que no puede haber realidad fuera de esta fábula.
Artaud es consciente del desprecio que se tiene por los indios debido a lo que
se considera una cultura atrasada, sin embargo, coloca al pueblo tarahumara por
encima de la vida moderna en lo que se refiere a los aspectos vitales de
conexión con el cosmos. Artaud argumenta que no se debe plantear la cuestión
del progreso cuando se está ante tradiciones auténticas: Las verdaderas
tradiciones no progresan –dice- ya que representan el punto avanzado de toda
verdad posible.