sábado, 13 de agosto de 2011

EL LADO OCULTO
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¿Cómo voy a lograr todo esto? Le pregunté a Don Juan.
"No tengo idea",  él respondió. "Ninguno de nosotros tiene idea de cómo hacer esto pragmática y efectivamente. Aunque, si empezamos a trabajar, lo lograremos sin saber nunca qué es lo que vino a nuestra ayuda."

"La dificultad que tu encuentras es la misma dificultad que yo mismo encontré" continuo diciendo. "Te aseguro  que nuestra dificultad surge de la total ausencia en nuestras vidas de una idea que nos sirva de espuela para el cambio. En la época en la  que mi maestro me dio esta tarea, todo lo que necesitaba para hacer que funcionara era la idea de que es posible llevarse a cabo. Una vez que tuve esa idea, pude llevarla a cabo, sin saber cómo. Te recomiendo que hagas lo mismo."  

Carlos Castaneda

viernes, 5 de agosto de 2011

EL SOÑADOR Y EL SOÑADO
PRIMERA PARTE
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Llegué a casa de don Juan temprano por la maña­na. Había pasado la noche en un motel en el ca­mino, para estar allí antes del mediodía.
Don Juan estaba en la parte trasera y vino al fren­te cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario.
‑Te oí venir ‑dijo con una sonrisa‑. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que si me que­daba aquí fueras a asustarte.
Señaló, en tono casual, que me hallaba sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante mórbido para ser un buen brujo, pero de­masiado para hacerse hombre de conocimiento. Aña­dió que el único modo de contrarrestar el devastador efecto del mundo de los brujos era reírse de él.
Había evaluado correctamente mi estado de áni­mo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a una larga caminata. Mis sentimientos tarda­ron horas en aligerarse. Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar mis sombras hablando.
Regresamos a su casa al atardecer. Me moría de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ra­mada. El cielo estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise conversar.
‑Llevo meses de sentirme inquieto -dije-. Hubo algo verdaderamente pavoroso en lo que usted y don Genaro dijeron e hicieron la última vez que estu­ve, aquí.
Don Juan no respondió. Se puso en pie y caminó por la ramada.
‑Tengo que hablar de esto ‑dije‑. Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas.
‑¿Tienes miedo? ‑preguntó.
Yo no tenía miedo sino desconcierto; me avasalla­ba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por entero.
Mis comentarios le dieron risa.
‑Todavía no tires tu razón ‑dijo‑. Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no creo que ahora sea el momento.
‑Entonces, ¿debo tratar de hallar una explicación para lo que ocurrió? ‑pregunté.
‑¡Seguro! -replicó-. Tienes el deber de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeán­dose la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los derriban.
‑¿Cómo puedo saltar éste? ‑pregunté.
‑En primer lugar, me parece un error fatal que tomes las cosas tan en serio ‑dijo al tomar asiento junto a mí‑. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha ocurri­do, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta y sentir como si supiéra­mos qué es lo que está pasando. Ése es el camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino, el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal como se presenta. Acep­ta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hu­biera pasado. Actúa como si tuviera el control, aun­que esté temblando de miedo. Actuar en esa forma disipa la obsesión.
Quedamos largo rato en silencio. Las palabras de don Juan eran como un bálsamo para mí.
-¿Puedo hablar de don Genaro y su doble? ‑pre­gunté.
‑Depende de lo que quieras decir de él ‑repu­so-. ¿Vas a entregarte a la obsesión?
‑Quiero entregarme a las explicaciones ‑dije‑. Estoy obsesionado porque no me he atrevido a venir a verlo ni he podido hablar con nadie de mis escrú­pulos y mis dudas.
‑¿No hablas con tus amigos?
‑Sí, pero ¿cómo podrían ayudarme?
-Nunca pensé que necesitaras ayuda. Debes culti­var el sentimiento de que un guerrero no necesita nada. Dices que necesitas ayuda. ¿Ayuda para qué? Tienes todo lo necesario para el viaje extravagante que es tu vida. He tratado de enseñarte que la ver­dadera experiencia es ser un hombre, y que lo que cuenta es estar vivo; la vida es la vueltita que ahora estamos tomando. La vida en sí misma es suficiente y se explica sola, y es completa.
"Un guerrero entiende eso y vive de acuerdo a eso; por lo tanto, uno puede decir sin ser presumido, que la experiencia de experiencias es el ser un guerrero."
Pareció esperar respuesta. Titubeé un momento. Quería elegir cuidadosamente mis palabras.
‑Si un guerrero necesita alivio ‑Prosiguió‑, sim­plemente elige a cualquiera y le expresa a esa perso­na cada detalle de su tumulto. Después de todo, el guerrero no busca que le entiendan o le ayuden; con hablar simplemente busca aliviar su presión. Eso es, siempre y cuándo el guerrero sea dado a hablar; si no lo es, no le dice nada a nadie. Pero tú no vives total­mente como guerrero. No todavía. Y los obstáculos que te salen al encuentro han de ser verdaderamente monumentales. Te entiendo perfectamente.
No se hacia el gracioso. A juzgar por la preocupa­ción en su mirada, parecía ser alguien que hubiera andado por esos rumbos. Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza. Se paseó de un lado a otro a lo largo de la ramada y miró casualmente hacia el chaparral en torno de la casa. Sus movimientos evo­caron en mí una sensación de inquietud.
Con el fin de relajarme, empecé a hablar de mi di­lema. Sentía que inherentemente era demasiado tar­de para fingirme un espectador inocente. Bajo su guía, me había entrenado hasta lograr percepciones extrañas, como "parar el diálogo interno" y controlar los sueños. Ésas eran instancias que no podían falsi­ficarse. Yo había seguido sus sugerencias, aunque nun­ca al pie de la letra, y había logrado parcialmente romper rutinas cotidianas, asumir responsabilidades por mis actos, borrar la historia personal, y llegado finalmente a un punto que años antes me producía pánico, era capaz de estar solo sin violentar mi bienes­tar físico ni emotivo. Ése era quizá mi triunfo aisla­do más sorprendente. Desde la perspectiva de mis anteriores expectaciones y estados de ánimo, hallarme solo y no "salirme de mis casillas" era un estado in­concebible. Tenía aguda conciencia de todos los cam­bios acontecidos en mi vida y en mi visión del mun­do, y también de que en alguna forma era superfluo resentir tan profundamente la revelación de don Juan y don Genaro acerca del "doble".
‑¿Qué anda mal conmigo, don Juan? ‑pregunté.
‑Te entregas a tu vicio ‑respondió, brusco-. ­Sientes que entregarte a las dudas y a las tribulacio­nes es la marca de un hombre sensitivo. Bueno, la verdad del asunto es que está, muy lejos de ser eso. ¿Por qué fingir, pues? Ya te dije el otro día: un gue­rrero se acepta con humildad así como es.
‑De la manera como usted lo dice, me hace apa­recer como si yo me confundiera a propósito ‑dije.
-Pues eso es lo que hacemos, nos confundimos a propósito –repuso-. Todos nosotros nos damos cuenta de lo que hacemos y nuestra razón se convier­te, a propósito, en el monstruo que se imagina ser. Pero ese molde le queda demasiado grande.
Le expliqué que mi dilema era quizá más complejo que como él lo presentaba. Dije que mientras él y don Genaro fuesen hombres como yo mismo, su do­minio superior los convertía en modelos para mi pro­pia conducta. Pero si eran en esencia hombres drás­ticamente distintos a mí, no me era ya posible con­cebirlos como modelos, sino como rarezas que yo no podía aspirar a emular.
-Genaro es un hombre ‑dijo don Juan en tono confortante‑. Ya no es un hombre como tú, cierto. Pero ésa es su hazaña, y no debería darte miedo. Si es distinto, mayor razón para admirarlo.
‑Pero su diferencia no es una diferencia humana ‑dije.
‑¿Y qué cosa crees que es? ¿La diferencia entre un hombre y un caballo?
‑No sé. Pero no es como yo.
‑No obstante, lo fue una vez.
‑¿Pero puedo yo entender su cambio?
‑Claro. Tú mismo estás cambiando.
‑¿Quiere usted decir que me saldrá un doble?
‑A nadie le sale un doble. Ése es sólo un modo de hablar de eso. Pese a lo mucho que hablas, las pa­labras te enredan. Te quedas atrapado en sus signifi­cados. Y ahora seguramente has de creer que el doble le sale a uno por medios malignos. Todos nosotros los seres luminosos tenemos un doble. ¡Todos! Un guerrero aprende a darse cuenta de ello, eso es todo. Hay barreras que parecen infranqueables, que prote­gen ese conocimiento. Pero eso es de esperarse; de no ser por esas barreras, llegar a darse cuenta del doble no sería el desafío único que es.
‑¿Por qué le temo yo tanto al doble, don Juan?
‑Porque estás pensando que el doble es lo que dice la palabra, un doble, otro tú. Yo escogí esas pa­labras con el propósito de describirlo. El doble es uno mismo y no se puede encararlo de otro modo.
‑¿Y si yo no quiero un doble?
‑El doble no es asunto de gusto personal. Tampo­co es asunto de gusto personal quien resulta seleccio­nado para aprender el conocimiento de los brujos que nos llevan a darnos cuenta del doble. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tú en particular?
‑Todo el tiempo. Cientos de veces le he hecho esa pregunta, pero usted nunca ha respondido.
‑No quise decir que lo hicieras una pregunta que busca respuesta, sino en el sentido de un guerrero que se asombra en su gran fortuna, la fortuna de ha­ber hallado un propósito.
Convertirlo en pregunta común es el recurso de un hombre ordinario y engreído que quiere que lo admiren o lo compadezcan por lo que hace. Yo no tengo ningún interés en esa clase de pregunta, por­que no hay modo de responderla. La decisión de es­cogerte a ti en particular fue un designio del poder; nadie puede penetrar los designios del poder. Ahora que has sido seleccionado, no hay nada que puedas hacer para que ese designio no se cumpla.
‑Pero usted mismo dice, don Juan, que uno siem­pre puede fracasar.
‑Cierto. Uno siempre puede fracasar. Pero yo creo que te refieres a otra cosa. Quieres hallar una salida. Quieres tener la libertad de fracasar y salir corriendo cuando se te dé la gana. Es demasiado tarde para eso. Un guerrero está en las manos del poder y su única libertad es elegir una vida impecable. No hay manera de fingir el triunfo o la derrota. Tu razón podrá querer que fracases por completo, para así ani­quilar la totalidad de tu ser. Pero hay una contrame­dida que no te permitirá declarar una falsa victoria o derrota. Si crees que puedes retirarte al refugio del fracaso, estás loco. Tu cuerpo montará guardia y no te dejará ir a ninguno de los dos lados.
Empezó a reír para sí, suavemente.
‑¿Por qué ríe usted? ‑pregunté.
‑Estás metido en un pantano espantoso -dijo‑. Es demasiado tarde para retirarte, pero demasiado pronto para actuar. Lo único que puedes hacer es atestiguar. Estás en la miserable posición de una cria­tura que no puede regresar al vientre de la madre, pero tampoco puede corretear y actuar. Lo único que una criatura puede hacer es atestiguar, y escuchar los estupendos cuentos de acción que le cuentan. Tú es­tás ahora en ese punto preciso. No puedes regresar al vientre de tu viejo mundo, pero tampoco puedes ac­tuar con poder. Para ti no hay más que atestiguar actos de poder y escuchar cuentos, cuentos de poder.
"El doble es uno de esos cuentos. Lo sabes, y por eso cautiva tanto tu razón. Te estás golpeando la cabeza contra un muro si pretendes entender. Todo lo que puedo decirte, a manera de explicación, es que el doble, aunque se llega a él soñando, es de lo más real que hay."
‑Según lo que usted me ha contado, don Juan, el doble puede realizar actos. ¿Puede entonces. . .?
No me dejó proseguir mi línea de razonamiento. Me recordó que era inadecuado decir que él me había contado del doble, cuando podía decir que yo mismo lo había presenciado.
‑Por lo visto, el doble puede realizar actos ‑dije.
‑¡Por lo visto! ‑repuso.
-¿Pero puede el doble actuar como uno mismo?
‑Es uno mismo, ¡carajo!
Me resultaba muy difícil darme a entender. Tenía en mente que, sí un brujo podía ejecutar dos acciones a la vez su capacidad para la producción utilitaria necesariamente se duplicaba. Podía trabajar en dos empleos, estar en dos sitios, ver a dos personas, y así sucesivamente, al mismo tiempo.
Don Juan escuchó con paciencia.
‑Permítame poner un ejemplo ‑dije‑. Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros de distancia, dejando que su do­ble lo haga?
Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó los ojos.
‑Estás repleto de cuentos de violencia ‑dijo‑. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente por­que ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta de su propia lumino­sidad, ya no le queda nada de ese interés.
Señalé que, al principio de mi aprendizaje, él ha­bía afirmado que un brujo, con la guía de su "alia­do", podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe mortal a sus enemigos.
‑Yo soy el responsable de esa confusión ‑dijo‑. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi pro­pio maestro me trazó. El era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que él mismo hubiera ha­blado.
"Genaro es un hombre de conocimiento. El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el doble es el darse cuenta de nues­tro estado como seres luminosos. Puede hacer cual­quier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la atención.
"Mi error fue extraviarte con palabras prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como son para ti, sólo cuentos de poder.”
Me vi compelido a defender mi premisa. Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas.
‑No hay tal sentido cuando hablas del mundo de los hombres de conocimiento ‑dijo‑. Un hombre de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes en términos perjudiciales, hipo­téticamente o no.
‑Pero ¿y si sus semejantes traman algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su do­ble para protegerse?
Chasqueó la lengua con reprobación.
‑Qué violencia increíble en tus pensamientos ‑di­jo‑. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cual­quier cosa por el estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro su seguridad. Si algo hubiera, su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves, un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada.
Guardamos silencio. El sol estaba a punto de al­canzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna.
‑¿Por qué no llamas a Genaro? ‑dijo don Juan en tono casual.
Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan esta­lló en una carcajada. Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba perfec­tamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera allí para disfrutar la escena.
‑Mira, si a ti no te interesa llamar a Genaro, a mí sí ‑dijo en tono resuelto‑. Me gusta su compañía.
Había un terrible amargor en mi paladar. El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo pero en realidad no había qué decir.
Don Juan me escudriñó con una larga mirada.
‑Ándale -dijo-. Un guerrero siempre está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo. Es más bien una lucha interminable que se­guirá hasta el último instante de nuestras vidas. Na­die nace guerrero, exactamente igual que nadie nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro.
"Siéntate bien. No quiero que Genaro te vea tem­blando."
Se puso en pie y recorrió de un lado a otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más, me levanté de un salto.
Don Juan me hizo trotar marcando el paso, cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movi­mientos en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar "poder" del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los brazos estu­vieran en el punto medio entre horizonte y cenit.
El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato, me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, de­jar de pensar qué habría ocurrido con el antiguo "yo" que nunca se habría relajado tan completamente eje­cutando esos movimientos sencillos e idiotas.
Quería enfocar toda mi atención en el procedimien­to que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos. Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó una bocina con las manos, y gritó:
‑¡Genaro! ¡Ven aquí!

Carlos Castaneda ~ Relatos de Poder

EL SOÑADOR Y EL SOÑADO
SEGUNDA PARTE 

 .
Un momento después, don Genaro surgió del cha­parral. Ambos resplandecían de contento. Práctica­mente bailaron frente a mí.
Don Genaro me saludó con abundantes efusiones y tomó asiento en el cajón de leche.
Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado, impá­vido. Un increíble estado de indiferencia y distancia­miento dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un escondrijo. Con gran despreocu­pación, le platiqué a don Genaro que durante mi úl­tima visita casi me había matado a sustos, y que ni siquiera durante mis experiencias con plantas psico­trópicas me había visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran propósito de chiste. Reí con ellos.
Obviamente estaban al tanto de mi estado de in­sensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente como a un borracho.
Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentir­me preocupado y temeroso.
Al cabo de un rato, don Juan me salpicó agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo había hecho antes, que de no tomar ‑notas me moriría. El mero acto de poner por escrito algu­nas palabras hizo regresar mi ánimo habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino, algo que unos momentos antes era opaco e inerte.
El advenimiento de mi personalidad acostumbrada significó a la vez el de mis miedos habituales. Curio­samente, yo tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro deleitoso.
Entonces me di plena cuenta de que don Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usua­les empezaban a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho. Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo si­lencioso.
‑Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente por ti ‑dijo don Juan.
Don Genaro estaba reclinado en la pared de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la impresión de que sostenía las riendas de un caballo.
‑Eso es cierto, Carlitos ‑dijo bajando el cajón a la horizontal del piso.
Desmontó, pasando la pierna derecha sobre el ima­ginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando. Vino y se sentó a mi iz­quierda.
‑Genaro vino porque quiere hablarte del otro ‑dijo don Juan.
Hizo ademán de ceder la palabra. Don Genaro sa­ludó al auditorio. Se volvió ligeramente para darme la cara.
‑¿Qué es lo que te gustaría saber, Carlitos? ‑pre­guntó en voz aguda.
‑Bueno, si va usted a hablarme del otro, cuénte­melo todo ‑dije, fingiendo despreocupación.
Ambos menearon la cabeza y se miraron.
‑Genaro te va a hablar acerca del soñador y el soñado ‑anunció don Juan.
Como ya sabes, Carlitos ‑dijo don Genaro con el aire de un orador que entra en materia‑, el doble empieza en sueños.
Me lanzó una larga mirada y sonrió. Sus ojos se deslizaron de mi cara a mi cuaderno y mi lápiz.
‑El doble es un sueño ‑dijo, rascándose los bra­zos, y luego se paró.
Dejó la ramada y se metió en el chaparral. Se de­tuvo frente a una mata, mostrándonos tres cuartos de perfil; al parecer orinaba. Tras un momento vi que algo le ocurría. Parecía tratar desesperadamente de orinar sin conseguirlo. La risa de don Juan me indicó que don Genaro había vuelto a las andadas.
Don Genaro contorsionaba su cuerpo en tan cómica manera, que nos puso prácticamente histéricos.
Don Genaro regresó a la ramada y tomó asiento. Su sonrisa irradiaba una insólita calidez.
‑Si no se puede, pues no se puede ‑dijo alzando los hombros.
Luego, tras una pausa momentánea, añadió, sus­pirando:
‑Sí, Carlitos, el doble es un sueño.
‑¿Quiere usted decir que no es real? ‑pregunté.
‑No. Quiero decir que es un sueño ‑repuso.
Don Juan intervino para explicar que don Genaro se refería a la primera manifestación del hecho de darnos cuenta de ser seres luminosos.
-Cada uno de nosotros es distinto, y por eso los detalles de nuestras luchas son distintos ‑dijo don Juan‑. Pero los pasos que seguimos para llegar al doble son los mismos. Sobre todo los primeros pasos, que son confusos e inciertos.
Don Genaro estuvo de acuerdo, y comentó la incer­tidumbre del brujo en esa etapa.
‑Cuando me pasó por primera vez, no supe lo que había pasado ‑relató‑. Un día había estado reco­giendo plantas en los cerros y me había metido en un sitio que les tocaba a otros yerberos. Junté dos costalotes y ya estaba listo para irme a mi casa, cuan­do me dieron ganas de descansar un rato. Me acosté junto al camino, a la sombra de un árbol, y me que­dé dormido. Después oí gente que bajaba del monte y desperté. Al momento me escurrí y me escondí detrás de unas matas, al otro lado del camino muy cerca del sitio donde me había echado a dormir. Es­tando allí se me dio por pensar que me había olvidado algo. Miré a ver si tenía mis dos costales de plantas. No los tenía conmigo. Miré para el otro lado del camino, al lugar donde había estado dur­miendo y casi me lleva la chingada. ¡Yo seguía allí dormido! ¡Era yo mismo! Toqué mi cuerpo. ¡Yo era yo mismo! Ya para entonces, las gentes que bajaban del monte iban llegando a mí que estaba dormido, mientras yo que estaba bien despierto miraba desde mi escondite sin poder hacer nada. ¡Me lleva la chin­gada! Me van a encontrar allí, pensé, y me van a qui­tar mis costales. Pero las gentes pasaron junto a mí que dormía como si yo no estuviera allí.
"La visión fue tan vivida que me puse como loco. Grité y entonces volví a despertar. ¡Carajo! ¡Había sido un sueño!"
Don Genaro cesó su recuento y me miró como es­perando una pregunta o un comentario.
‑Dile dónde despertaste la segunda vez ‑dijo don Juan.
‑Desperté junto al camino ‑dijo don Genaro-, donde me quedé dormido. Pero por un momento no supe bien dónde me encontraba en realidad. Casi puedo decir que me estaba viendo a mí mismo des­pertar cuando algo me jaló al otro lado del camino cuando ya estaba a punto de abrir los ojos.
Hubo una larga pausa. Yo no sabía qué decir.
‑¿Y qué hiciste después? ‑preguntó don Juan.
Me di cuenta, cuando ambos echaron a reír, de que me hacía burla imitando mis preguntas.
Don Genaro siguió hablando. Dijo que se quedó atónito un momento v luego fue a verificar todo.
‑El sitio donde me escondí era tal como lo había visto ‑dijo‑. Y las gentes que pasaron se encontraban a corta distancia, bajando el cerro. Lo sé porque corrí cuestabajo siguiéndolos. Eran los mismos que había visto. Los seguí hasta que llegaron al pueblo. Han de haber creído que estaba yo loco. Les pregun­té si habían visto a mi amigo durmiendo junto al ca­mino. Todos dijeron que no.
‑Ya ves -dijo don Juan‑, todos pasamos por las mismas dudas. Nos da miedo volvernos locos, pero la desgracia es que, de a tiro, ya todos nosotros esta­mos locos.
‑Pero tú eres un poquito más loco que nosotros dos ‑me dijo don Genaro, e hizo un guiño‑. Y eres, como buen loco, más sospechoso.
Hicieron bromas sobre mi suspicacia. Luego, don Genaro volvió a hablar.
‑Todos somos seres densos ‑dijo‑. No eres el único, Carlitos. A mí el sueño me tuvo espantado unos días, pero entonces tenía que ganarme la vida y me ocupaba de muchas cosas y no me alcanzaba el tiempo para ponerme a pensar en el misterio de mis sueños. Y se me olvidó la cosa. Yo era muy parecido a ti.
"Pero un día, meses más tarde, después de una ma­ñana de mucho trabajo me quedé dormido como una piedra en la media tarde. Acababa de empezar a llo­ver y me despertó una gotera. Salté de la cama y trepé al techo para arreglarla antes de que se hiciera un chorro. Me sentía tan bien y con tanta fuerza, que acabé en un minuto y ni siquiera me mojé mu­cho. Pensé que el sueñito que había echado me hizo bien. Cuando terminé, volví a la casa para comer algo, y me di cuenta de que no podía tragar. Pensé que estaba enfermo. Junté unas hojas y raíces, las machuqué y me hice un emplasto en la garganta y fui a acostarme. Y otra vez, al llegar a mi cama, casi se me caen los calzones. ¡Yo estaba allí en la cama dormi­do! Quise sacudirme y despertarme, pero yo sabía que no era eso lo que uno debía hacer. Así que salí corriendo de la casa, despavorido. Anduve sin rumbo por el monte. No tenía ni la menor idea a dónde iba, y aunque había vivido allí toda mi vida, me per­dí. Andaba en la lluvia y ni la sentía. Parecía como si no pudiera pensar. Entonces el rayo y el trueno se hicieron tan fuertes que desperté otra vez".
Hizo una pausa.
‑¿Quieres saber dónde desperté? ‑me preguntó.
‑Claro ‑contestó don Juan.
‑Desperté en el monte, en la lluvia ‑dijo él.
‑¿Pero cómo supo usted que había despertado? ‑pregunté.
‑Mi cuerpo lo supo ‑respondió.
‑Esa pregunta fue idiota ‑terció don Juan‑. Tú mismo sabes que algo en el guerrero se da cuenta siempre de cada cambio. La meta del camino del guerrero es precisamente cultivar y mantener ese sen­tido de darse cuenta. El guerrero lo limpia, lo pule y lo tiene siempre funcionando.
Tenía razón. Hube de admitir hallarme al tanto de ese algo que en mí registraba y conocía todas mis acciones. No tenía nada que ver con la habitual con­ciencia de mí mismo. Era otra cosa que yo no podía precisar. Les dije que tal vez don Genaro pudiera des­cribirlo mejor.
‑Tú lo haces muy bien ‑dijo don Genaro‑. Es la voz de adentro que te dice qué es lo qué es. Y aquella vez me dijo que yo había despertado por segunda vez. Claro, apenas desperté quedé convencido de que había estado soñando. Por lo visto este no ha­bía sido un sueño ordinario, pero tampoco había sido propiamente soñar. Me conformé con otra explica­ción: me dije que había andado dormido o medio des­pierto, supongo. No había para mí ningún otro modo de entenderlo.
Don Genaro dijo que su benefactor le explicó que no era un sueño lo experimentado, y que tampoco debía insistir en creerlo sonambulismo.
‑¿Qué cosa le dijo que era? ‑pregunté.
Cambiaron miradas.
‑Me dijo que era el coco ‑repuso don Genaro, adoptando el tono de un niño pequeño.
Les aclaré que deseaba saber si el benefactor de don Genaro explicaba las cosas del mismo modo que ellos.
‑Claro que sí ‑dijo don Juan.
‑Mi benefactor me explicó que el sueño en el que uno se veía durmiendo ‑prosiguió don Genaro‑ era la hora del doble. Me aconsejó que, en vez de mal­gastar mi poder en dudas y preguntas, usara esa opor­tunidad para actuar, y que estuviera preparado para cuando llegara otra ocasión.
"La siguiente me tocó en la casa de mi benefactor. Yo lo estaba ayudando con el trabajo de casa. Me ha­bía acostado a descansar y, como de costumbre, me dormí profundamente. Su casa era definitivamente un sitio de poder para mí, y me ayudó. Un gran rui­do me sacudió de pronto y me despertó. La casa de mi benefactor era grande. Era un hombre muy rico y mucha gente trabajaba para él. El ruido parecía ser el de una pala cavando grava. Me senté a escuchar y luego me levanté. El ruido me inquietaba mucho, pero yo no sabía la causa. Pensaba si salir a ver cuan­do me di cuenta de que estaba dormido en el piso. Esta vez sabía qué esperar y qué hacer, y seguí el ruido. Caminé por toda la casa hasta llegar a la parte de atrás. Allí no había nadie. El ruido parecía venir de más lejos. Yo lo fui siguiendo. Mientras más lo se­guía, más rápido podía moverme. Fui a dar muy lejos y vi cosas increíbles."
Explicó que en la época de esos eventos se hallaba aún en las etapas iniciales de su aprendizaje y había incursionado muy poco en "soñar", pero tenía una facilidad extraña para soñar que se miraba a sí mismo.
‑¿A dónde fue usted a dar, don Genaro? ‑pre­gunté.
‑Esa era realmente la primera vez que me movía al soñar ‑dijo‑. Pero ya sabía lo suficiente para portarme correctamente. No fijé la vista directamen­te en nada y fui a parar a una cañada muy honda donde mi benefactor tenía sus plantas de poder.
‑¿Cree usted que es mejor si uno casi no sabe nada de soñar? ‑pregunté.
‑¡No! ‑intervino don Juan‑. Cada uno de noso­tros tiene facilidad para algo en particular. La faci­lidad de Genaro es para soñar.
‑¿Qué vio usted en las cañada, don Genaro? ‑pre­gunté.
‑Vi a mi benefactor haciendo maniobras peligrosas con unas gentes. Pensé que yo estaba allí para ayu­darlo y me escondí detrás de unos árboles. Pero así como yo andaba en ese entonces no habría podido ayudar a nadie. De todos modos, yo no era tonto, y me di cuenta de que la escena esa era para mirarla de lejos y no para actuar en ella.
-¿Cuándo y cómo y dónde despertó usted?
‑No sé cuándo desperté. Han de haber pasado ho­ras enteras. Lo único que sé es que seguí a mi bene­factor y los otros hombres, y cuando iban llegando a la casa de mi benefactor el ruido que hacían, porque andaban peleándose casi a puños, me despertó. Esta­ba en el sitio donde me vi dormido.
"Al despertar, me di cuenta de que todo eso que ha­bía visto y hecho no era un sueño. En verdad me había ido bastante lejos, guiado por el sonido."
‑¿Estaba su benefactor al tanto de lo que usted hacía?
‑Seguro. Él fue el que estuvo haciendo ruido con la pala para ayudarme a cumplir mi tarea. Cuando entró en la casa me regañó de mentira por haberme dormido y por eso supe que me había visto. Después, cuando se fueron sus amigos, me dijo que había no­tado mi brillo oculto entre los árboles.
Don Genaro dijo que esos tres casos lo pusieron en el camino de "soñar", y que tardó quince años en re­cibir la oportunidad siguiente.
‑La cuarta vez fue una visión más rara y más com­pleta ‑dijo‑. Me hallé dormido enmedio de un sembrado. Me vi echado de costado, profundamente dormido. Supe de inmediato que eso era soñar, por­que me había propuesto hacerlo cada noche que me iba a dormir. Por lo general, todas las veces que yo me había visto a mí mismo dormido, estaba en el sitio donde me había echado a dormir. Esta vez no es­taba en mi cama, y sabia que me había acostado en mi cama esa noche. En este soñar era de día. Así que me puse a explorar. Me alejé del sitio donde estaba yo echado y me orienté. Supe dónde me encontraba. Andaba en realidad no muy lejos de mi casa, capaz a unos tres kilómetros. Caminé por allí, mirando cada detalle del sitio. Me paré a la sombra de un gran ár­bol, a poca distancia; con la vista, crucé una franja de llano y miré una milpa en la ladera del cerro. En ese momento noté algo muy raro: los detalles del paisaje no cambiaban ni desaparecían por más que les clavara la vista. Me asusté y volví corriendo al sitio donde dormía. Yo seguía allí, exactamente como ha­bía estado antes. Empecé a observarme. Sentía una horrible indiferencia hacia ‑el cuerpo que miraba.
"Entonces oí el sonido de risas de gente que se acer­caba. La gente siempre me anda encima. Subí corrien­do una lomita y observé cuidadosamente desde allí. Diez personas venían al campo donde yo estaba. To­dos eran muchachos jóvenes. Corrí al sitio donde es­taba dormido y pasé los momentos más angustiosos de mi vida, mirándome allí tirado, roncando como cerdo. Sabía que tenía que despertarme, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Sabía también que era cosa de muer­te despertarme yo mismo. Pero si aquellos muchachos me encontraban allí, se iba a armar un gran pleito. Todas esas deliberaciones que pasaban por mi mente no eran en realidad pensamientos. Más bien eran es­cenas frente a mis ojos. Mi preocupación, por ejem­plo, era una escena en la cual yo me miraba a mí mis­mo mientras tenía la sensación de estar encajonado. Llamo a eso preocuparse. Me ha pasado eso muchas veces desde aquella primera vez.
"Bueno, como no sabía qué hacer me quedé mirán­dome a mí mismo, dormido, esperando lo peor. Un montón de imágenes fugaces pasaron frente a mis ojos. Me agarré a una en particular, la imagen de mi casa y mi cama. La imagen se hizo muy clara. ¡Ca­ramba, cómo quería yo estar de vuelta en mi cama! Algo me dio un sacudón entonces; sentí como si al­guien me golpeara y desperté. ¡Estaba en mi cama! Por lo visto esto había sido soñar. Me levanté de un salto y corrí al sitio de mi soñar. Era tal como lo había visto. Los muchachos estaban allí trabajando. Los observé por un largo rato. Eran los mismos que había visto antes.
"Regresé al mismo lugar al fin del día, cuando ya todos se habían ido, y me paré en el sitio exacto don­de me vi dormido. Alguien se había echado allí. Las yerbas estaban aplastadas."
Don Juan y don Genaro me observaban. Parecían dos extraños animales. Sentí un escalofrío en la espal­da. Estaba a punto de entregarme al muy racional miedo de que no eran en realidad hombres como yo, pero don Genaro echó a reír.
‑En aquellos días ‑dijo‑ yo era igual que tú, Carlitos. Quería confirmarlo todo. Era tan desconfia­do como tú.
Hizo una pausa, alzó el dedo y lo sacudió en mi di­rección. Luego encaró a don Juan.
‑¿A poco no eras tú tan desconfiado como este su­jeto? ‑preguntó.
‑Ni modo ‑dijo don Juan‑. Éste es el campeón.
Don Genaro se volvió hacia mí e hizo un gesto de disculpa.
‑Creo que me equivocaba ‑dijo‑. Yo tampoco era tan desconfiado como tú.
Rieron suavemente, como si no quisieran hacer ruido. El cuerpo de don Juan se convulsionaba de risa contenida.

Carlos Castaneda ~ Relatos de Poder